Jorge Ibargüengoitia, 1957. Fotos: archivo Joy Laville |
Ibargüengoitia: 25 años después
Entrevista con Joy Laville
Salvador García
En 1965 conocí a Joy Laville, una pintora inglesa
radicada en México, nos hicimos amigos, después
nos casamos y actualmente vivimos en París.
Jorge Ibargüengoitia
“A Jorge le hubiera gustado ver que los jóvenes aprecian su obra”, dice Joy Laville, viuda de Ibargüengoitia. Margarita Villaseñor, recuerda de ella: “Joy es la compañía y la esposa que soñó [ el escritor guanajuatense ] . Inteligente, afable, con el talismán de la creación. Mujer sin afeites ni alambiques . ”
Una tarde de primavera nos recibe en su casa de Jiutepec. Como si fuera un espíritu emergido de sus cuadros –característicos en las portadas de las obras de Jorge Ibargüengoitia–, la pintora viste colores en tonalidades pastel que enmarcan unos ojos azules, reflejos de una vida plena. Con una generosidad desbordante, nos abre su mundo, el mundo que compartió junto al autor de una de las literaturas más particulares en lengua castellana.
Para varias generaciones de lectores, los nombres de Joy Laville y Jorge Ibargüengoitia se hallan intrínsicamente relacionados, incluso si se ignora que fueron pareja hasta el trágico fallecimiento de Jorge en 1983. La razón es indiscutible: las creaciones de la artista inglesa son el sello de identificación de los textos –novela, cuento, teatro, artículos periodísticos y piezas para niños– del escritor, publicados por Joaquín Mortiz.
El génesis de esa unión, nos cuenta la creadora, “ se dio por accidente. En el comedor de la casa estaba el cuadro que aparece en Las muertas, el cual está influenciado por la serie maravillosa de fotografías de Diane Arbus sobre la gente del circo. Jorge dijo que le gustaría que esa obra apareciera en su novela sobre Las Poquianchis y habló al respecto con Joaquín Mortiz”. Desde ese momento, todos y cada uno de los escritos de Ibargüengoitia quedaron arropados por los óleos de Joy Laville, como en un juego de espejos o, más bien, como en una matriushka artística donde la obra externa enriquece la obra interna y viceversa. “Las compilaciones también son ilustradas por mí”, acota.
Ibargüengoitia fue becario del Centro Mexicano de Escritores, de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim. Además, colaboró en diversas revistas y suplementos culturales de gran importancia en el país. Sobre las diversas labores que el escritor desarrolló en su vida, nos recuerda Joy Laville: “Dio clases en San Miguel de Allende; daba clases en verano y dio clases en la Universidad de California [Santa Cruz] y después en el Rancho, Iowa, [Estados Unidos] , pero a la universidad lo invitaron junto con varios escritores para ofrecer un discurso. Y en el año ' 79 fuimos a Francia; allá habló sobre sus libros.” Además de ello, fue dramaturgo, cultivó el artículo periodístico y se hundió en los placeres de la narrativa: “Él se consideraba novelista; lo que le gustaba hacer era escribir novelas”, dice Joy Laville. En su artículo “¿Usted también escribe?”, aparecido en Excélsior, el mismo Ibargüengoitia afirma: “Un Lic., un Arq., un Dr., un Ing., antes del nombre, o un ctp después, son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería motu proprio. ¿Pero nosotros? Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos somos hedonistas.”
Joy Laville y Jorge Ibargüengoitia el día de su boda,1973 |
Sobre la esencia de la obra del guanajuatense, Joy Laville explica: “No era sarcástico, pero si algo no le gustó, lo dijo, ya que era crítico y su crítica le permitía jugar con el absurdo. Él era muy directo, por eso mismo tenía reputación de tener mal humor, pero esto es una mentira, él era muy alegre. [Sin embargo], ofendió la sensibilidad de muchos con sus novelas; pese a todo, ahora está muy estimado en Guanajuato.” Entonces, ¿cómo no recordar lo que el mismo el autor decía sobre sus escritos?: “Los artículos que escribí son los únicos que puedo escribir; si son ingeniosos es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario, y si son humorísticos es porque así veo las cosas. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue en broma, es un imbécil.”
Este año, en la versión XXXVI del Festival Internacional Cervantino, se le rindió un homenaje muy significativo al cuevanense. Durante la festividad se llevó a cabo un coloquio sobre su obra, se editó el libro En primera persona, cronología ilustrada de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), y para cerrar elocuentemente se instaló la muestra ¡Sálvese quien pueda! Jorge Ibargüengoitia: un atentado a la solemnidad, que está integrada por fotografías, documentos, obra plástica de la misma Joy Laville y caricaturas de Magú basadas en un texto de Ibargüengoitia para niños. Todo ello demuestra el reconocimiento del que goza el escritor en la actualidad, en ese “manicomio grandote”, como él mismo llamó a Guanajuato.
– ¿Cómo fue la vida en París?
– Jorge era muy disciplinado, normalmente escribía entre las 10 y 2:30 de la tarde. Era matutino. En las tardes leía recostado en un sofá; creo que nunca escribió en la noche, pese a que no dormía temprano.
– ¿Qué leía?
– Tenía un gusto muy amplío. Era muy leído y admiraba a muchos escritores.
– ¿De su propia obra había un texto que considerara su favorito o que creyera el mejor desarrollado?
– No sé si tenía un libro favorito. Pero, para mí, la más desarrollada de las obras fue Los pasos de López. Jorge siempre fue un apasionado de la historia.
Ejemplo de ello son los dos Premios Casa de las Américas que obtuvo con los textos históricos El atentado y Los relámpagos de agosto, en 1963 y 1964, respectivamente. En todos estos escritos se aprecia perfectamente esa vena crítica y desmitificadora de Ibargüengoitia, y que puede resumirse en la anécdota que refiere Margarita Villaseñor: Jorge la cuestionaba: “¿A poco crees que el Pípila fue un héroe? No se te ocurre pensar que el español rebelde le gritó al indígena humilde: ‘Oye tú, Pípila, échate una losa al lomo y ve a quemar esa puerta?'”
– ¿Qué proyectos que quedaron truncados por el fallecimiento de Jorge?
– Hace muchos años escribió teatro y lo dejó. En los últimos años de su vida estaba pensando escribir otra vez teatro. Además, estuvo escribiendo [una tercera parte] del libro titulado Isabel, cantaba y también tenía varias obras pensadas sobre el futuro. Tenía una historia sobre su familia y sus años en Guanajuato, que se desarrollaría en el rancho, antes de llegar a la ciudad.
Una muestra del cuaderno de trabajo de Ibargüengoitia, donde se asientan estos proyectos, se publicó el mes de enero en la revista Letras Libres. En el texto nos podemos dar cuenta de lo meticuloso que era el cuevanense para desarrollar sus obras. Apuntes sobre el tono que tenían que llevar, psicología de los personajes, cuestionamientos y críticas sobre los argumentos que plantea, son sólo algunos de los aspectos con los que iba hilvanando sus escritos.
– Entre toda su polifacética obra, ¿escribió alguna vez poesía?, ¿le escribió a usted poemas de amor?
– Nunca me escribió un poema, ni me trajo flores, pero me daba regalos. No era romántico, tampoco convencional. Me regaló, por supuesto, libros, entre otras cosas. Pero era muy bueno para escribir cartas. No me escribió específicamente cartas de amor, pero dijo cosas evidentemente con ese sentido, como: “¿Te caigo bien?” A Jorge lo conocí en San Miguel de Allende. Yo era persistente. Nos caímos bien pero, como siempre, son las mujeres las que damos los primeros pasos.
– ¿Cómo era en vida cotidiana?
Jorge Ibargüengoitia de scout, ca., 1947 |
– En la casa él se adueñaba de la cocina, o yo, pero no los dos. Él era muy inventivo, arriesgado, pero siempre salió bien su comida. Tenía un don. Improvisaba. Muchas veces salimos a algún lugar a comer algo que nunca habíamos probado. Entonces Jorge regresaba y al día siguiente, y no importaba si teníamos visitas para comer, él trataba de hacer ese mismo platillo y siempre salió bien: él era muy meticuloso en la cocina. Le gustaba cocinar. Cocinaba muy bien. Tenía fama por su paella. Hacía paella para mucha gente; los domingos siempre teníamos invitados que eran siempre los mismos amigos. A veces yo hice cosas muy humildes en la cocina, como pelar los camarones. Pero yo era la ayudante. Decía “vaso”, y yo se lo daba. Así me gustaba, porque él lo hacía maravillosamente. También era un buen bebedor. Pero en los últimos años, cuando estuvimos en París, bebió muy poco. Siempre tomamos un tequila. Yo todavía lo tomo. La cosa es que el último año, a veces se me olvida tomar. Dicen que la gente bebe para olvidar, pero a mí se me olvida tomar.
A Joy Laville la plática parece caerle bien. Ríe, piensa, nos mira, nos cuestiona y, con toda una vida luminosa de su lado, no tiene ningún problema en sostener: “Jorge y yo la pasamos muy bien. Tenía un maravilloso sentido del humor.”
Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
El don de la ubicuidad
Hoy la tele está en todos lados; es imposible no toparla donde quiera que vayamos. Es como un diosecillo ubicuo, presente en cada sitio, en cada estadio de nuestras vidas. Es curioso que antes de volverse el medio masivo más importante en las sociedades occidentales, la televisión se veía fuera de casa; nunca faltaba el ricachón del barrio que había comprado la tele para presumir a sus vecinos, y hubo hasta el vivillo que admitía televidentes a su casa o su cochera previo el pago de una módica entrada… Pero luego se tornó un medio popular aunque todavía símbolo relativista de estatus, de posición privilegiada, hasta que se volvió la cosa más natural del mundo y hasta puertas adentro modificó su entorno: antes la tele estaba en su propio cuarto, una sala donde se reunía la familia; ahora hay una tele en cada habitación de casa, sueño hecho realidad de fabricantes y comerciantes muebleros. Y entonces salta la barda de la casa y se acomoda en todos lados. Hay teles en no pocas –y cada vez más– oficinas o lugares de trabajo: cuesta trabajo a veces arrancar a la dependienta de una mercería, al carnicero ante su mostrador, del yugo virtual de la televisión, para que se dignen a vendernos retazo con hueso o una madeja de hilo.
Pero lo que es el colmo es que la televisión ha invadido hasta lugares que eran centro de reunión humana y en los que nos congregábamos para comer juntos y maldecir el mundo y darnos cuenta, después de mucho balar, de que no lo vamos a poder cambiar: la televisión ahora está también en bares y cantinas, en cafeterías y restaurantes, en salas de espera, en los autobuses y en algunos taxis; está en escuelas y bibliotecas siempre lista para suplir al maestro, está en plazas públicas, en las computadoras del planeta y en los teléfonos celulares de millones de usuarios. La televisión está ya apoltronada hasta en el puesto de tacos donde comemos de pie. Está, vaya, hasta en algunos mingitorios, para que los que vayan a hacer de las aguas no pierdan un segundo del partido de fut.
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Ya de suyo esa sola presencia continua, rediviva, imbricada, supone en la raza humana un nivel de enajenamiento harto preocupante. En el caso mexicano, invariablemente todos esos millones de aparatos, aparatotes, aparatitos, aparatejos de televisión están sintonizados en alguna de las variantes de la estulticia que imponen a los mexicanos las dos cabezas del duopolio vocinglero y perverso a que dan cuerpo Televisa y tv Azteca. Digo, no será nunca lo mismo mear mientras se mira a Daniel Barenboim deleitarse al piano que tener que aguantar la pesadez de Reynaldo Rossano…
Es tan grande la preponderancia de la televisión en los lugares públicos, que resulta en presupuesto de los empleados de muchos locales: sin televisión la cosa no funciona. Hace poco acompañé a dos colegas, uno escritor y otro periodista, a que el segundo hiciera una entrevista. Escogimos para ello el bar de un hotel que, por ser cerca de las once de la mañana, todavía no tenía gente. Los meseros recién terminaban de poner las cosas en su lugar para abrir sus puertas. En cuanto nos vio llegar y sentarnos en una apartada mesita, uno de ellos corrió, solícito presuroso, a prender las televisiones más cercanas, sintonizar un canal de deportes y ofrecernos, con sonrisa en ristre, los berridos de guacamaya con que un intragable locutor intentaba obsequiar picante relato de lo que se veía en pantalla, o sea los veinte monigotes de siempre correteando la pelotita. Ni qué decir que el ruido arramblaba la grabación de la entrevista. Cuando me levanté y de la manera más amable posible (no es mi culpa tener siempre por delante esta mala jeta) le pedí al mesero que no solamente le bajara al volumen, sino que apagara un aparato que resultaba molesto y no nos interesaba ver, y que él tampoco se iba a sentar a disfrutar del tonto espectáculo, el señor se enojó y dijo que no. Que así funcionaba el bar. Que eran órdenes de su jefe, el señor gerente, y que si gustaba yo, me traía la cuenta. Así que colegimos el disgusto, pagamos lo recién ordenado y nos fuimos con nuestras marcianas ganas de silencio a otra parte, bajo la vigilante y torva mirada del mesero aquel y de sus dos o tres compañeros de trabajo y juerga televisiva.
Así que ante tan colosal poder de cooptación de la voluntad colectiva, y ante tanta capacidad de secuestro del raciocinio, ya para qué ponerse uno a pontificar sobre las razones por las que la tele le va ganando al libro la pírrica batalla por el corazón de los hombres…
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Jim Morrison en un graffiti, Rosario, Argentina |
Mis días con
Jim Morrison
Carlos Chimal
Mr. Mojo Risin', Mr. Mojo Risin'
Got to keep on risin'!
“L. A. Woman”,
Jim Morrison y The Doors
Quizá haya oído hablar de los profanadores de tumbas, quienes entre 1998 y 1999 celebraron aquelarres sorpresivos en diversos cementerios, camposantos, necrópolis, sacramentales, nichos y catacumbas de París y sus alrededores. Quizá no, eso no importa, el hecho es que yo fui uno de ellos y esta es parte de mi historia.
En 1613 un carpintero de Amberes fue encontrado hecho cenizas, sin que nada a su alrededor presentara signos de haberse incendiado; en 1744 un joven de Reims fue encontrado por la mañana también reducido a cenizas, excepto la cabeza y los pies; en 1773 se halló en el poblado de Newcastle a una mujer de cincuenta y dos años a un lado de su cama, sobre el piso, en igual estado de incineración. Lo extraño es que nada más parecía haber sido alcanzado por el fuego. “¿Habían sido víctimas de un hechizo?”, me preguntaba yo, sin quitar un ojo de encima a mi cliente, el paisano que se hacía llamar Dj Pierre Chantal.
“Tal vez –seguí pensando–, pero el hecho es que todos parecen haber muerto por combustión espontánea de sus órganos internos.” Un caso similar fue el de un operador de computadoras, en mayo de 1985; Steve tenía veintidós años de edad y caminaba por una calle de Londres cuando, de pronto, se convirtió en una antorcha humana. En 1987, mientras subían por unas escaleras automáticas de un centro comercial de México, una persona vio cómo otra empezaba a emitir flamas por la nariz y la boca, y luego por todo el pecho. Veinticinco minutos después se hallaba carbonizada en el suelo.
Para un androide como yo era un acto sublime enterarme de todos esos casos de combustión humana espontánea, que siempre apreciaré. Si son parte de una leyenda o no, poco me toca juzgar. De lo único que estoy seguro es que la tarde anterior el amigo de mi cliente, Kenji Shinri Aum Kyo (así se hacía llamar si lo fastidiabas), vio cómo depositaban un catafalco en un hoyo del cementerio del este de París, también conocido como del Père Lachaise, y luego lo cubrían con tierra seca. Ahora se nos presentaba la oportunidad a todos los que estábamos allí de ver que el cuerpo soltara las llamitas de la descomposición. El lector tendrá que apreciar esto, pues hoy la gente se hace cremar, al igual que se hacen tatuajes y se perforan la piel, sin pensar en las vicisitudes del fuego. Les importa un bledo la vida de los demás y votan por la ley del mínimo esfuerzo, con un poco de dolor, sí, pero nada del otro mundo.
Esa noche de verano cuatro figuras juveniles y yo nos acercamos por la calle del Reposo a la loma donde se encuentra el mentado cementerio y nos pusimos a esperar junto al muro de la antigua sección israelita. Se trata de uno de los sitios más concurridos de París pues ahí están enterrados muchos famosos, entre ellos Jim Morrison, el cantante de los Doors. Para Dj Pierre los minutos transcurrían como lápidas sobre su espalda, y no solamente porque hacía un calor de los mil demonios. Álfico y donoso, sin poder resistir el silencio de los demás, se vio impulsado a hablar.
–De aquel lado están Gay-Lussac, Gurdjieff, Chopin... ¿les gusta Edith Piaff? Yo la mezclo con mis pistas de industrial y house... Y Morrison, ¿dónde está su tumba?…
Lo miraron con el mismo gesto de intolerancia, como diciendo: “Sí, ya te escuchamos… y apestas.” En cambio para mí todo encajaba de una manera brutal. Debo decir que el viernes 28 de junio de 1969, Morrison, también conocido como el doctor Mojo Rasin', se presentó con su versión de las Puertas de la Percepción en un centro nocturno de la (a)venida Insurgentes, como se le decía en esa época a la vía más larga de Ciudad de México.
Los Doors fueron víctimas del surrealismo hecho en este país, encarnado por una burocracia bonachona y cínica que redujo un gran concierto masivo, fraternal y todas esas jaladas, en un show para juniors, los nerds de 1969. Del mal, el menor, pues al presidente en turno le había salido un hijo chueco que le gustaba el rock. Así que mientras la raza (más uno que otro iniciado y precoz adorador del rock de vanguardia) se quedaban mirando afuera el enorme retrato de Morrison que habían pintado sobre una pared del centro nocturno que daba a un terreno baldío, adentro estaba yo, a los catorce años de edad, invitado por el hijo de un secretario de Estado, junto a su novia, la heredera de la panadería más grande de la ciudad, y mi propia morrita, una maja de Brueghel que tocaba la guitarra como Atenea en sus momentos de ensueño. Lo había comprobado varias veces, la más extraña en una ex cárcel modelo del barrio sureño de Tizapán, en San Ángel, dirigida por un ex jesuita que creía en la redención de los que no habían caído tan bajo. No había, pues, en esa cárcel asesinos ni esas alimañas, sólo gente que podía salir a trabajar en oficios limpios y regresar a pernoctar. Allí organizamos un concierto de rock en el que las mejores bandas del momento no pudieron prender a la raza como mi morra y sus rolas a lo John b . Sebastian, el líder los legendarios Lovin' Spoonful.
De esa manera me topé con Jim por primera vez en mi vida. Recuerdo que estábamos los cuatro, de pipa y guante, esperando a que los Doors aparecieran en escena, cuando me di cuenta de que no me había bajado las valencianas de mis vaqueros para estar “de largo”, pues todo el suceso era un eufemismo que se esgrimía con intención de evadir la verdadera elegancia, la del último romántico de la historia. Entonces el baterista Densmore hizo que nuestros corazones volcaran y la banda emitió su sonido amenazante y melancólico. Abrumados por el chorro de energía luminosa, acústica, de pronto apareció él.
–Aquí está su papá, el cabrón de Zapara –gritó.
Yo creo que quiso decir Zapata. El Rey Lagarto continuó:
–Soy la encarnación de Fidelo Castro, you know?...
Y entonces se arrancó cantando “ Five to One .” Yo me eché a reír, porque las apuestas en mi vida siempre han sido así, cinco a uno en mi contra. Lo que no sabía entonces era que mi suerte estaría sellada por la insospechada manera como la inmortalidad de Mojo Raisin' y mi propia vida llegarían a trenzarse. Por esa y otras razones tenía sentido para mí haber estado esa noche estival de fines del siglo xx en el cementerio del este de París, treinta años después de aquella tocada de fancy rock. Era una noche industriosa cuando me topé con los rulos rojizos del muchacho hablantín, quien era hijo de mi cliente. Como guardaespaldas, yo también podía adivinar cosas, por ejemplo, que habíamos sido embestidos por un soñador de media tijera, que el tal doctor Mojo Raisin', cuyos restos no se hallaban tan lejos, de algo tenía que vivir, ¿sabe?, igual que yo después de haber roto con los émulos de los Doors, viajando de Hamburgo a Barcelona a Milán a Madrid a Londres… Y todo por habernos colado a los camerinos de los Doors luego del concierto, gracias al hijo del presidente, amigo de mi cuate de la prepa.
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Cuando Morrison me miró, se puso pálido. Éramos como hermanos gemelos, él un poco más pelirrojo (y panzón) que yo. Luego hicimos un viaje por el bosque de Chapultepec, las pirámides de Teotihuacan y la casa de mi amigo de la prepa, donde Morrison encontró el camino de la salamandra en el jardín pedregoso e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin', un revoltijo de letras con su nombre porque quería hacerse el gracioso con la hermana menor de mi amigo. Así que los que quedaron de los Doors me contrataron como el doble de Jim para rolar y explotar el trademark.
Y ahora estaba yo ahí, treinta años después, muy cerca de su tumba, viviendo mi propia obra de teatro, marcado por la sombra de Morrison. Desde aquella noche en México Jim creyó que podía transmutarse en un mocoso trece años más joven que él. Pero se le peló. Tampoco fue protagonista de un acto de combustión interna ni se convirtió en el primer bonzo de Anáhuac. Y ese karma me ha perseguido, pues mientras yo le contaba chistes de sardos y abuelitas coquetas, de mujeres caprichosas y solitarias, llegamos a la cima de la pirámide del sol, donde me confesó su ambición por orar en el desierto. Yo me burlé de él, del “pajarito que sabe rezar”. Entonces Jim me encargó que continuara así, cagándome en su fama. Era un poeta simbolista y romántico, por lo que entendí por qué y cómo se fue desinflando esa noche y las otras, durante su primera experiencia con la “mecánica nacional”. Luego vendría la segunda y última, el año siguiente, de la que no vale la pena acordarse.
Mis memorias volvieron a esfumarse cuando finalmente, al entrar la madrugada, se acercaron por la calle del Reposo Policarpia, a quienes todos conocíamos como Poli, y la Isa , Isabelle, una tipa de lo más impenetrable que uno pueda imaginar. Caminamos con parsimonia hasta detenernos frente al muro del cementerio. Entonces mi cliente comenzó a canturrear: “not to touch the earth, not to see the sun, nothing left to do but run, let's run…”
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