El amparo de los intelectuales
El amparo es una institución típicamente mexicana, ideada por dos insignes juristas y constitucionalistas, don Manuel Crecencio Rejón y don Mariano Otero, el uno yucateco y el otro jalisciense, cuya esencia consiste en proteger a los individuos y aun a las instituciones contra la aplicación de una ley que pueda violar los principios constitucionales de garantías de las personas y de los bienes, o contra actos de autoridad que puedan llevar a la misma situación. Don Emilio Rabasa ponderaba nuestro amparo por sobre el habeas corpus anglosajón porque era más protector y efectivo en la defensa de los individuos en contra del abuso del poder.
Rejón prevenía que un abuso del amparo podía llevar a la paralización de los poderes públicos. Otero eliminó el peligro al proponer que toda resolución sobre un acto reclamado no se pronunciaría sobre la ley impugnada ni sobre la autoridad responsable del acto. A eso se le ha dado en llamar “fórmula Otero”. El amparo pierde sus ventajas frente al habeas corpus porque en el sistema norteamericano cualquier juez es un intérprete de la Constitución y entre nosotros no. Sin la “fórmula Otero” cualquier juez que se pronunciara en favor de un quejoso bien podría neutralizar la ley impugnada y someter a causa a la autoridad responsable.
Tanto Rejón como Otero, empero, dejaron en claro que el amparo era no sólo para proteger a las personas, sino a la propia Carta Magna. Siempre habrá leyes o actos de autoridad que violen los principios fundamentales de la Constitución. Nuestro actual artículo 103 constitucional fija los casos: contra leyes o actos de autoridad que violen las garantías individuales; contra leyes o actos de autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía de los estados o del Distrito Federal; contra leyes o actos de autoridad de estados o del Distritos Federal que invadan la esfera de competencia de la Federación.
En alguna ocasión le oí decir al maestro Felipe Tena Ramírez que las declaraciones de libertades individuales y sociales en la Carta Magna tenían por fuerza que ser absolutas y no admitir excepciones. Pero todos sabemos que los absolutos no pueden darse en la vida práctica regida por el derecho y siempre habrá que imponer límites.
Ahora bien, escuché razonar a Tena Ramírez, si debe imponerse una limitación al absolutismo de las declaraciones ésa sólo la puede establecer la misma Constitución. Por eso aparece a veces que nuestro máximo código político se contradice, cuando en realidad se autoequilibra, de modo que sus instituciones no resulten totalmente inaplicables.
Otro gran maestro constitucionalista, don Ignacio Burgoa, sostenía que la Constitución es la última verdad jurídica y sobre ella no hay nada más. Él era enemigo de que se cambiara la Constitución y decía que debía obedecerse tal como estaba. Amparase contra ella o contra disposiciones que aparentemente están en contradicción con otras en su cuerpo es un absurdo.
De acuerdo con Tena, podría decirse que el artículo 41 en materia electoral limita y precisa las libertades que estatuye el artículo sexto. La libertad, aunque lo parezca, no puede ser absoluta y, para ejercerla, tiene sus límites. Las razones que da el nuevo artículo 41 es que la riqueza no puede convertirse en factor para hacer más libres a unos que a otros en las elecciones. Tan sencillo como eso, y son tan soberanos el sexto como el 41.
En una mesa redonda en la Facultad de Derecho, a la que asistí hace unos 20 años, alguien preguntó a Burgoa, quien era ponente, cómo podía uno defenderse de una disposición arbitraria de la Constitución. Irritadísimo, Burgoa le espetó: “Uno se defiende en amparo contra leyes injustas o actos injustos de autoridad, con base en la Constitución. ¿Con base en qué se va usted a defender contra la Constitución: con base en el derecho natural que no está legislado o con base en la voluntad de Dios que le dio a usted sus derechos?”
Todo lo anterior podría servir para entender lo absurdo de los argumentos de un grupo de intelectuales que hace unas semanas interpusieron un amparo en contra de las reformas constitucionales en materia electoral. El miércoles pasado, en Reforma, Jorge G. Castañeda y Sergio Sarmiento arremetieron en defensa de su amparo. Castañeda no sabe decir otra cosa sino que todo está, en lo electoral, en manos de los partidos y que a los pobres ciudadanos se les deja indefensos. ¿Cuándo entenderá Jorge que cualquier ciudadano puede ingresar o fundar un partido y luchar por lo que estima necesario, y que no hay otro medio para intervenir en la política? Sarmiento, por su parte, alega la contradicción mencionada entre el artículo sexto y el nuevo 41. ¿Qué podemos hacer contra el 41 sino alegar lo que estipula el sexto?, parece preguntarse Sarmiento.
Que la Constitución puede resultar injusta en algunas de sus instituciones, ni duda cabe. Es obra humana y, como tal, imperfecta. Sarmiento lamenta el sistema de Constituyente Permanente, como equivocadamente lo llamó Tena, o Poder Revisor de la Constitución, como acertadamente lo llamó el maestro Mario de la Cueva, y llega a decir que no se siente representado por la mayoría calificada que aprueba las reformas en el Congreso de la Unión. ¿Por qué Sarmiento no insiste en la propuesta que leyó a nombre de las televisoras para que se establezca el referéndum y sea la ciudadanía la que convalide los cambios que deben hacerse a la Carta Magna? Yo estaría de acuerdo y siempre lo he propuesto.
El amparo de los intelectuales en mención no procederá y sobran las razones para preverlo. Hay, además, un valladar insalvable: el artículo 73, fracción VII, de la Ley de Amparo establece que ese recurso es improcedente “contra resoluciones o declaraciones de los organismos y autoridades en materia electoral”, disposición que ha sido ratificada reiteradamente por la Suprema Corte. Y eso se refiere sólo a leyes o actos de autoridad. A mi no me escandaliza que un juez federal de Tamaulipas haya dado entrada a un amparo semejante. La causal de notoria improcedencia, en mi criterio, debería eliminarse, pues un juez debe siempre escuchar los alegatos de un quejoso. Pero ese mismo amparo no va a proceder, por lo mismo, por notoriamente improcedente.
No deja de asombrarme que el promotor de esta iniciativa sea nada más ni nada menos que mi viejo amigo Federico Reyes Heroles, según lo han ventaneado Castañeda y Sarmiento. Y no dejo de preguntarme qué intereses hay escondidos detrás. En política la inocencia es un pecado capital.
Castañeda cita a Joel Ortega Juárez, a quien alaba por haberle iluminado con la idea de que la reforma no sólo afecta a los ricos, sino también a los pobres. A mi viejo conocido Joel quisiera preguntarle si un pobre puede tener suficiente dinero para pagarse un minuto de transmisión en televisión o un desplegado de media plana en un periódico. Si lo tiene, entonces no es pobre. ¿A qué intereses responden esos intelectuales?
A Carmen Aristegui, con mi solidaridad
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