De los males venéreos y su pertinaz persistencia | ||||
Las afecciones ligadas a la sexualidad tienen una carga cultural que trasciende la medicina. Los valores sociales impactan en la etiología y los prejuicios morales se entrometen en la búsqueda de soluciones. Sucede con la emergencia del VIH/sida, como ha sucedido desde hace siglos con las “enfermedades venéreas”, las infecciones de transmisión sexual que están lejos de ser un recuerdo. Por Fernando Mino Los anuncios clasificados de los periódicos fueron durante buena parte del siglo XX el espacio idóneo para ofrecer apoyo a los afectados por alguna enfermedad “secreta”, eufemismo para cualquier tipo de infección de transmisión sexual; temidas por incurables —hasta la popularización de la penicilina a finales de los años cuarenta— y combatidas por considerarse “hereditarias” y “fuentes de degeneración de la raza”. La ideología de la época, herencia del cientificismo moralista del XIX, hacía de cualquier afección sexual una mancha indicativa del pecado, contagiosa y sintomática de un problema moral, en el caso de las mujeres, o del descuido propio de la juventud, en los hombres. (Otro clasificado de 1941 promete solución a la impotencia “uno de los grandes pesares del hombre al verse privado de uno de los placeres de la edad viril”, producida, entre otros factores, por “algunas enfermedades propias de la juventud (gonorrea, estrechez, sífilis)”. La enfermedad venérea, según la etimología que la relaciona con Venus, la diosa romana del amor, que daba sentido al dicho “por una hora con Venus, veinte años con Mercurio”, en alusión al prolongado e inútil tratamiento de la sífilis con mercurio, común desde los primeros siglos de la infección. La amenaza de las mujeres públicas La sífilis es ejemplo del doble rasero moral aplicado a hombres y mujeres. Quizá sólo la tuberculosis compitió con el carácter romántico del padecimiento masculino —casos célebres: Arthur Rimbaud, Charles Baudeleire, Friedrich Nietzche, James Joyce— que se combinó muchas veces con su carácter de trofeo sexual —se dice que la padecieron el marqués de Sade y Casanova. Pero el mal de Venus era necesariamente femenino. Las trabajadoras sexuales se convirtieron en el blanco de las políticas de “higienización” de finales del siglo XIX. Como dice el científico mexicano Manuel Rivera Cambas, en 1880: “La ciencia como el fuego tiene el privilegio de purificar cuanto toca y, por molesto que sea, ocuparse de los azotes que destruyen a la humanidad, por repugnante que sea tocar […] las miserias que se relacionan con ciertas clases degradadas. […] La abyección y el envilecimiento de la prostituta, tal vez un momento de supremo arrepentimiento puede rehabilitarla” (citado por Óscar Flores en “Prostitución y sífilis en México. El exconvento e iglesia de San Juan de Dios en la obra de Manuel Rivera Cambas”, en Ciencia UANL, octubre-diciembre de 2001). Bajo esa pesada ideología se desarrolló una persecución oficial que incluyó la creación de zonas rojas, el control sanitario de las trabajadoras sexuales y la reclusión de las que resultaran con sífilis en el hospital de Morelos (a un costado de la Alameda de la ciudad de México), habilitado ex profeso para concentrar a las “mujeres públicas” infectadas. El siglo XX hizo nuevos intentos para controlar la sífilis y, de paso, ratificar su condición de estigma. En 1917 la ley de relaciones familiares establece como misión del Estado la erradicación de la sífilis “hereditaria”, el primer paso para el requisito de los exámenes prenupciales y la prohibición del matrimonio para las personas con sífilis o cualquier otra “enfermedad crónica e incurable, que sea demás contagiosa o hereditaria”. Muchos de los códigos civiles del país mantienen la anacrónica restricción matrimonial, inoperante en la mayoría de los casos, pero resucitada cuando los prejuicios emergen, como fue el caso de Chihuahua en julio pasado, cuando se les negó el derecho a casarse a una pareja viviendo con VIH. La huella del estigma ha mostrado ser más resistente que la misma sífilis, vulnerable a unas cuantas dosis de penicilina. |
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