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Existencialistas, dictaminó el Movimiento Familiar Cristiano, en el cual militaba la jefatura.
Un disco altamente improbable en una casa como la mía ca. 1965. El rocanrol venía del demonio. Confirmado. Ya tres años atrás me habían prohibido la escuela y mis jefes –asociación civil– volver a cantar: “una noche fui por ti/ sin pensar/ lo que me iba/ a suceder/ al llegar/ tras de tu ventana/ dos/ siluetas distinguí/ en la oscuridad…” Se trataba de una conspiración de los negros para envenenar la decencia occidental. Tras Johnny Laboriel como prueba, palpitaba la versión de que existía Chuck Berry y que lo habían metido a la cárcel. Ni siquiera Elvis Pelvis pasaba el cernidor. Olvídense de los Beatles.
Aquel plato negro de 33 revoluciones por minuto le contenía: Rock’n Roll Music, 8 Days a Week, Kansas City, No Reply. Simple rocanrol. Maravillosamente. Y una sorpresa iniciática: la desgarrada voz de John Lennon en Mister Moonlight. Por entonces no decía mucho el nombre del autor, Robert Johnson, músico negro, malogrado en el cruce de la luz con el diablo.
¿Y éstos?, me dije. Melenudos para la época, aunque ni tanto para como se pusieron luego las melenas, sonaban súperbien. Y si apantallaban con maletas vacías como percusión, lo impactante fueron sus voces: los años siguientes, millones de niños y jóvenes nos acostumbraríamos a ellas, una por una y las cuatro juntas, a sus mitos y biografías. John todavía no era el icono que hasta hoy tanto se admira, ni los otros eran lo que serían. Se les conocía por su nombre de pila. Los muchachos
de Liverpool.
Estaba a punto de ocurrir una revolución en la música que le volaría los sesos a todo joven que estuviera escuchando. Los Rolling Stones harían Ruby Tuesday, los Beatles Revolver, Bob Dylan Like a Rolling Stone, y se soltarían los Who y los otros. Que si Jefferson, que si Dead, Fish o Velvet.
Lo que del 62 en adelante venían rumiando esos muchachos hizo erupción en 1966. Hoy se sabe que en 1967 se inició el cambio más importante y revolucionario en la historia de la música popular, y por supuesto del rock, que todavía no se institucionalizaba. El ciclo cerraría en el fantástico (para la música) 1969, al borde de la primera gran depresión de la esperanza revolucionaria que saltó en astillas en 1970 y arrastró al rock como hasta entonces lo habíamos conocido.
El escueto Vol. 5, que hacia mis 11 cayó de roperazo proveniente de unos tíos cosmopolitas que lo mismo les daba, pudo caer de cualquier otra manera. El rock se volvía inevitable para quien creciera en ciudades colonizadas como la nuestra, o en las metrópolis.
La presencia negra no resultaba tan obvia en aquel soundtrack de nuestras vidas (como lo llamó hace poco José Agustín, a la sazón maestro de ceremonias de mi generación imberbe). La primera línea la ocupaban puros blancos, ingleses y gabachos, mas las buenas conciencias de la época sabían que se trataba de una conspiración de negros para pervertirnos. Coincidió el arribo de las drogas
al imaginario, por un lado de los chavos y por el otro de las familias. Su uso se asociaba, con cierto fundamento, a esa música infernal y promiscua. El conjunto de factores confirmaría las peores sospechas de la generación precedente.
Justo antes de que sucedieran y se soñaran los muchos 68, conocimos a Jim Morrison llamando a la acción con las puertas abiertas. Los Beatles se la sacaban con Sgt. Pepper’s, los Stones con Their Satanic, y ya venían Pink Floyd, Procol Harum, Traffic, Cream, Jimi Hendrix Experience. La inocente ola inglesa
quedó en prehistoria.
El rock no volvería a sonar como Vol. 5 (y Out of our Heads, de los Stones) hasta después de que los punks aprendieran a tocar (y les tomó tiempo). Cuerdas desnudas y voces crudas de esos sujetos que en las tardes de lluvia del 65 iniciaron el cumplimiento de su misión. La conspiración me había alcanzado.
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