jueves, 6 de marzo de 2008

Gabo: felíz 81 aniversario.

En su 81 aniversario, aqui un texto que escribió el "Comandante En Jefe" Fidel Castro.

... y en eso llego fidel, y mando a parar.


La novela de sus recuerdos
Fidel Castro Ruz

Gabo y yo estábamos en la ciudad de Bogotá el triste día 9 de abril de 1948 en que
mataron a Gaitán. Teníamos la misma edad: 21 años; fuimos testigos de los
mismos acontecimientos, ambos estudiábamos la misma carrera: Derecho. Eso al
menos creíamos los dos. Ninguno tenía noticias del otro. No nos conocía
nadie, ni siquiera nosotros mismos.

Casi medio siglo después, Gabo y yo conversábamos, en vísperas de un viaje a Birán,
el lugar de Oriente, en Cuba, donde nací la madrugada del 13 de agosto de 1926.
El encuentro tenía la impronta de las ocasiones íntimas, familiares, donde
suelen imponerse el recuento y las efusivas evocaciones, en un ambiente que
compartíamos con un grupo de amigos del Gabo y algunos compañeros dirigentes
de la Revolución.

Aquella noche de nuestro diálogo, repasaba las imágenes grabadas en la memoria:
¡Mataron a Gaitán!, repetían los gritos del 9 de abril en Bogotá, adonde habíamos
viajado un grupo de jóvenes cubanos para organizar un congreso latinoamericano
de estudiantes. Mientras permanecía perplejo y detenido, el pueblo arrastraba
al asesino por las calles, una multitud incendiaba comercios, oficinas, cines y
edificios de inquilinato. Algunos llevaban de uno a otro lado pianos y armarios
en andas. Alguien rompía espejos. Otros la emprendían contra los pasquines y
las marquesinas. Los de más allá vociferaban su frustración y su dolor desde
las bocacalles, las terrazas floridas o las paredes humeantes. Un hombre se
desahogaba dándole golpes a una máquina de escribir, y para ahorrarle el
esfuerzo descomunal e insólito, la lancé hacia arriba y voló en pedazos al
caer contra el piso de cemento. Mientras hablaba, Gabo escuchaba y probablemente
confirmaba aquella certeza suya de que en América Latina y el Caribe, los
escritores han tenido que inventar muy poco, porque la realidad supera cualquier
historia imaginada, y tal vez su problema ha sido el de hacer creíble su
realidad. El caso es que, casi concluido el relato, supe que Gabo también
estaba allí y percibí reveladora la coincidencia, quizás habíamos recorrido
las mismas calles y vivido los sobresaltos, asombros e ímpetus que me llevaron
a ser uno más en aquel río súbitamente desbordado de los cerros. Disparé la
pregunta con la curiosidad empedernida de siempre. “Y tú, ¿qué hacías
durante el Bogotazo?”, y él, imperturbable, atrincherado en su imaginación
sorprendente, vivaz, díscola y excepcional, respondió rotundo, sonriente, e
ingenioso desde la naturalidad de sus metáforas: “Fidel, yo era aquel hombre
de la máquina de escribir”.

A Gabo lo conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en cualquiera de esos
instantes o territorios de la frondosa geografía poética garciamarquiana. Como
él mismo confesó, lleva sobre su conciencia el haberme iniciado y mantenerme
al día en “la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método
de purificación contra los documentos oficiales”. A lo que habría que
agregar su responsabilidad
al convencerme no solo de que en mi próxima
reencarnación querría ser escritor, sino que además querría serlo como
Gabriel García Márquez, con ese obstinado y persistente detallismo en que
apoya como en una piedra filosofal, toda la credibilidad de sus deslumbrantes
exageraciones. En una oportunidad llegó a aseverar que me había tomado
dieciocho bolas de helado, lo cual, como es de suponer, protesté con la mayor
energía posible.

Recordé después en el texto preliminar de Del amor y otros demonios que un hombre
se paseaba en su caballo de once meses y sugerí al autor: “Mira, Gabo, añádele
dos o tres años más a ese caballo, porque uno de once meses es un potrico”.
Después, al leer la novela impresa, uno recuerda a Abrenuncio Sa Pereira Cao, a
quien Gabo reconoce como el médico más notable y controvertido de la ciudad de
Cartagena de Indias, en los tiempos de la narración. En la novela, el hombre
llora sentado en una piedra del camino junto a su caballo que en octubre cumple
cien años y en una bajada se le reventó el corazón. Gabo, como era de
esperarse, convirtió la edad del animal en una prodigiosa circunstancia, en un
suceso increíble de inobjetable veracidad.

Su literatura es la prueba fehaciente de su sensibilidad y adhesión irrenunciable
a los orígenes, de su inspiración latinoamericana y lealtad a la verdad, de su
pensamiento progresista.

Comparto con él una teoría escandalosa, probablemente sacrílega para academias
y doctores en letras, sobre la relatividad de las palabras del idioma, y lo hago con
la misma intensidad con que siento fascinación por los diccionarios, sobre todo aquel
que me obsequiara cuando cumplí 70 años, y es una verdadera joya porque a la
definición de las palabras, añade frases célebres de la literatura
hispanoamericana, ejemplos de buen uso del vocabulario. También, como hombre público
obligado a escribir discursos y narrar hechos, coincido con el ilustre escritor
en el deleite por la búsqueda de la palabra exacta, una especie de obsesión
compartida e inagotable hasta que la frase nos queda a gusto, fiel al
sentimiento o la idea que deseamos expresar y en la fe de que siempre puede
mejorarse. Lo admiro sobre todo cuando, al no existir esa palabra exacta,
tranquilamente la inventa. ¡Cómo envidio esa licencia suya!

Ahora aparece Gabo por Gabo con la publicación de su autobiografía, es decir, la novela de
sus recuerdos, una obra que imagino de nostalgia por el trueno de las cuatro de
la tarde, que era el instante de relámpago y magia que su madre Luisa Santiaga
Márquez Iguarán echaba de menos lejos de Aracataca, la aldea sin empedrar, de
torrenciales aguaceros eternos, hábitos de alquimia y telégrafo y amores
turbulentos y sensacionales que poblarían Macondo, el pequeño pueblo de las páginas
de cien años solitarios con todo el polvo y el hechizo de Aracataca. De Gabo
siempre me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto generoso y
de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros a quienes mucho
aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de nuestra vieja y entrañable
amistad. Esta vez hace una entrega de sí mismo con sinceridad, candor y
vehemencia, que le develan como lo que es, un hombre con bondad de niño y
talento cósmico, un hombre de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida
para contarla.

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